La persona tiene un cierto carácter absoluto
respecto de sus iguales e inferiores. Pues bien, para que este carácter
absoluto no se convierta en una mera opinión subjetiva, es preciso
afirmar que el hecho de que dos personas se reconozcan mutuamente como
absolutas y respetables en sí mismas sólo puede suceder
si hay una instancia superior que las reconozca a ambas como tales:
un Absoluto del cual dependemos ambos de algún modo.
No hay ningún motivo suficientemente serio
para respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a
los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable
frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales, frente a frente,
y nada más, quizá puedo decidir no respetar al otro, si
me siento más fuerte que él. Es ésta una tentación
demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en cuenta. Si,
en cambio, reconozco en el otro la obra de Aquel que me hace a mí
respetable, entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi
reconocimiento, porque maltrataría al que me ha hecho también
a mí: me estaría portando injustamente con alguien con
quien estoy en profunda deuda. En resumen: la persona es un absoluto
relativo, pero el absoluto relativo sólo lo es en tanto depende
de un Absoluto radical, que está por encima y respecto del cual
todos dependemos. Por aquí podemos plantear una justificación
ética y antropológica de una de las tendencias humanas
más importantes: el reconocimiento de Dios, la religión.
Si la dignidad de cada ser humano nace del ser
peculiarísimo e irrepetible que somos cada uno, el fundamento
de la dignidad de la persona está dentro de ella misma, y no
fuera. Por eso tiene valor intrínseco